El día en el que mi mundo cambió



El día en que mi mundo cambió, A. estaba presente. Bueno, A., P. y las treinta y cuatro personas que conocimos por la calle. El día en el que mi mundo cambió y creció más de cuatro cervezas y dos chupitos de licor café, bailamos muiñeiras en las calles de Madriz y decidimos que reirnos era la mejor forma de vivir. Como un inevitable giro del destino, A., P. y yo volvimos a recorrer las calles y los besos que cuatro años atrás habíamos saboreado, descifrando los mundos que creíamos lejanos ya pero que nunca se habían ido de nuestro lado. Volvimos a pisar con la fuerza de los años vividos las calles que otrora nos habían regalado tantas noches de vino y rosas. Las calles de Lavapiés celebraron nuestra vuelta por todo lo alto. En Torrecilla del Leal esquina Santa Isabel bailamos como si el mañana no importara y los problemas no existieran. Entre jotas, muiñeiras y pasodobles la rutina desaparecía de nuestro cuerpo, evaporándose con cada salto. P. fumaba y entre el humo se atisbaban unos ojos tan bellos que los hombres se rendían a sus pies celebrando la vuelta de su pelo negro a la ciudad con copas de vino blanco y canciones de Extremoduro. A. era tan feliz que su sonrisa destilaba vértices de felicidad y sólo con ponerte a su lado podías subirte a uno y alargar tu vida varios gintonics. 


Mi Madriz seguía ahí, preparado para hacerme feliz y guiarme por los vericuetos de noches aún desconocidas, besos con sabor al Pacífico y mañanas de vermút y vino de la casa. Mi Madriz, como un viejo amor que siempre vuelve, me estaba esperando para ser feliz. 

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