Esta mañana parecía que todo el mundo se había levantado tardísimo. Que, como a mí, se le habían enroscado las sábanas alrededor del cuerpo y por mucho que luchamos contra su tiranía, tuvimos que retozar en la cama por lo menos quince minutos más de lo esptipulado por el despertador. En Plaza de Castilla, línea 9, tercer vagón, la gente miraba con nerviosismo mañanero ese objeto que hace tictac. Y la rutinaria avalancha hacia las escaleras eléctricas fue incluso más violenta de lo habitual ya que alcanzar el primer puesto en este medio de transporte cuasi-vertical se recompensa con miradas y gestos de aprobación de todos los usuarios del metro de Madrid. Ahora pónganse en mi lugar. Yo llegaba tarde. Iba en el puesto trigésimo tercero del ránkin de la escalera y las miradas de aprobación se me escaban al galope. Así que decidí, incauta de mí, subir andando las escaleras de verdad. No las eléctricas, no, sino las de ejercitar los glúteos. Y además, no sólo las subí, sino que lo hice con ...