Martulia de Manoliland
Érase una vez, en un país muy muy cercano, una princesita de ojos inquietos y 110 libras de peso, que soñaba con caballeros de armadura blanca y lindos corceles. Vivía en un hermoso palacio de cuatro habitaciones, tres compañeras de piso y quinientas treinta y cuatro mesillas de desconocida utilidad. Martulia estaba locamente enamorada de su futuro esposo, el príncipe de Chamberí, desde que por primera vez lo había visto en un convite en las lejanas tierras de Cabañas, allá donde el mar mecía la tierra. Apoyada en el alfeirfar de la ventana, con la mirada perdida en el bosque de coches que pasaban por delante de su palacio, soñaba que él, con su pelo rubio ondeado por el viento frío de la sierra, venía a buscarla en su negra motocicleta, surcando los semáforos y los pasos de cebra a velocidades inimaginagles para rescarla del encarcelamiento al que se veía sometida entre econometrías, asientos fiscales y demás palabrería empresarial. A Martulia le gustaba ir corriendo a todos los lugar...