Obsesiones

La primera vez que escuchó su risa el tiempo dejó de existir. Aquel sonido le erizó el vello de los brazos e hizo correr por su espalda un impulso eléctrico tan fuerte que creyó que le dolía. El cuerpo se le estremeció bajo la ropa y los dedos de los pies se le doblaron al instante. Dios, era como una explosión, como una explosión de colores en un mundo en blanco y negro.
Después de aquello, comenzó a observarlo a diario. Se fijaba en los más mínimos detalles: la forma que tenía de coger un lápiz, como si fuera extremadamente delicado; cómo se rascaba el mentón, deliberando cada idea que le venía a la cabeza, calibrando, midiendo sus palabras; el movimiento de sus manos y sus dedos al hablar, a veces, estirándose como si de un contorsionista se tratara, otras, apretándose contra la palma con tensión. Cada detalle de su anatomía fue estudiada con detalle. La frente, que se demoraba en su camino hacia los ojos, almendrados, ocurrentes; sus pestañas dibujando un ángulo imposible sobre su mirada; la imagen bonachona de una nariz enrojecida por el calor febril de una vieja estufa; el mentón angular que le afilaba la cara, cubierto, él y sus aledaños, por una profusa barba no demasiado oscura.

No dejaba de evocarlo cuando no estaba cerca de él. En la cola del cine, en la sala de espera del médico, en su casa, con su marido, en la cama... No era consciente de su propia realidad cuando recordaba sus largos dedos, su aroma, su nuca. El mundo desaparecía y con él, su propio cuerpo, que se transfiguraba, se transformaba en partículas ínfimas, volátiles, que se entremezclaban con el viento. Todo era irreal. Las voces de los niños en el parque, los comercios, las luces de la calle, los pitidos de los coches, su habitación.


No sabía cómo desengancharse de aquel hombre que había irrumpido en su cotidianeidad para arrebatársela. No podía siquiera mirar a los ojos de su marido y el simple roce de su piel le producía rechazo. El centro de la cama se había convertido en su muro de Berlín particular y si él intentaba cruzarlo, el más gélido comité de bienvenida le esperaba al otro lado. "¿Qué te ocurre? ¿Por que ya no puedo ni tocarte? Dios, eres mi mujer." La cabeza apoyada sobre la almohada, mirando a ningún lugar. Y la mano bajo ella. La espalda mirando a su presente. "Quiero separarme."


Y sólo el frío se atrevió a moverse entre las sábanas.

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