Desasosiego

Inquieta, me levanto de la silla y voy al salón. Solo se escucha de fondo el ruido de los coches que corren por la avenida. ¿Qué he venido a hacer aquí? Doy media vuelta, pero no vuelvo sobre mis pasos. Alcanzo la cocina sin saber la razón. No sé dónde poner las manos ni los dedos ni la vista ni la cabeza. Algo me inquieta. La cocina sigue tal y como estaba cinco minutos atrás. Y por hacer algo abro la alacena y cojo un vaso de agua. El fregadero está al lado, pero tardo lo que me parece una eternidad en tener el agua en mi vaso. Este día ha perdido el sentido del tiempo y de la distancia. Me parece que mis acciones son torpes, como si de repente todo mi cuerpo me pesara exageradamente. Dejo de beber porque, en realidad, no tengo sed. Y voy entonces a la terraza. ¿Por qué? Quizá las flores me digan qué está ocurriendo en esta ciudad. En el camino que lleva al exterior me paro a observar los vinilos que viven en mi sala de estar. Me quedo quieta, con las manos en la cara, y simplemente los observo. La boca del estómago me da vueltas. Veo los discos, pero no les hago caso. Sólo es un punto donde posar la vista mientras me embuyo de esta extraña sensación que me estruja la garganta. Sin que exista una razón convincente, ni siquiera existe una razón cualquiera, retomo los pasos a la terraza. Según abro la puerta el aire frío de este mayo invernal me tersa la piel de la cara. ¿Por qué no hará sol? Me apoyo entonces en la barandilla y miro hacia abajo. Hay gente sentada en el parque. Y un bus llega a la parada de enfrente. Mi estómago quiere gritar. Lo noto. Busco algo entre la gente que baja. Pero no lo encuentro. Y entonces me doy cuenta de qué ocurre en esta ciudad. Es tu sonrisa, que me desasosiega.

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