Madrid

Madrid me trastorna. Lo ha hecho desde que lo conozco, allá, cuando aún no contaba siquiera 12 años. Mis padres nos llevaron a mi prima y a mí a "conocer mundo", como ellos solían decir. En un viejo golf rojo, con una manta de lana, nos acomodábamos dulcemente en el asiento trasero y veíamos cambiar el paisaje: a terra chá, los verdes campos gallegos, las montañas nevadas de piedrafita y la inmensa llanura de Castilla. En la radio se intercalaban éxitos del momento con los Sabandeños, Aute, Silvio y los Panchos. fue entonces, durante aquellos viajes, cuando aprendí a amar la música y los campos castellanos. Recuerdo que Madrid me pareción un lugar inhóspito. Demasiado hormigón, le dije a mi madre. Y mi madre se rió de mí, porque yo era un renacuajo asustado por el tráfico de la ciudad y no comprendía todavía que años después querría volver a ella e inundarme de aquel torrente de gente que me apabullaba en la calle Huertas, bajando hacia Sol, donde (lo recordé hace no más de dos días) me di de bruces con la realidad al ver a dos hombres mugrientos, desfallecidos, pedir dinero para comer, siendo avasallados por la multitud. Pero también fue en aquel viaje donde descrubrí a Goya. Y recuerdo perfectamente el momento preciso en el que entré en la sala y allá, al fondo a la derecha, estaba la pintura que años después me perseguiría en mis sueños, aquel Neptuno que con ojos de loco devoraba a sus hijos. Espeluznante.

Pero Madrid pasó de largo aquella vez. Sólo era un lugar más donde yo había ido. Otra ciudad más que nombrar en una conversación. ¿Y has estado en Madrid? Yo sí, y me encantó. Aún no era nada más para mí. Fui creciendo y conocí otros lugares. Bellísimos. Y el viejo golf rojo se quemó, junto con las cintas de los Sabandeños y de Silvio. Y las substituí por Sabina y por Quique. Y ellos me enseñaron qué era el amor, el desamor, el sexo.

Y entonces volví a Madrid. Un maravilloso fin de semana de Mayo. Parece que fue hace mucho, pero sólo han pasado dos años (increíble). Fue entonces cuando descubrí lo que la juventud me había escondido años atrás. Descubrí la libertad. El sabor dulce y muchas veces también amargo de pasear por unas calles desconocidas sin más compañía que el ritmo de tu corazón. Y nunca más volvería a ser la misma. Me conocí un poco mejor. Aunque me faltaba mucho por andar...

Han pasado muchas cosas desde aquel fin de semana. Muchas y a la vez ninguna. He llorado, he pegado golpes a las puertas, he besado, he discutido, he abandonado amigos, he educado y me han enseñado. Y he vuelto a Madrid. Y como no, la ciudad y yo hemos tenidos nuestros desacuerdos momentáneos. Incluso en un instante me he preguntado ¿qué carajo hago yo aquí si el mar está tan lejos? Discutí con ella, incluso la insulté descaradamente. Pero luego, como un pobre animal derrotado, me amansé y dejé que me abrazara y me recordara porqué la necesito. Sus calles me dan abrigo. Y libertad.



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