El mayo del 2008

Recordarían, años después, casi con la ansiedad de aquellos tiempos en la garganta, aquel mes que presagiara el resto de sus vidas. Harían memoria sentados ante el mar, en una noche de verano atormentado, en la terraza de aquel bar que aún se erigía como un monumento a tiempos pasados.

Aquel año las cosas se volvieron complicadas, diría él. Es bien cierto, respondería ella, mirándolo con esa complicidad que solo dos viejas almas que se reconocen pueden tener. Se habían enamorado en aquella época. Pero no a la manera de los amantes, no. Solamente eran dos almas gemelas en busca de un sueño, de una vida que pisar fuerte, dejando huella. Querían recorrer el mundo, empaparse de la salitre y de la sabia, buscando aventuras que contar cuando fueran viejos. Ver el mundo con los ojos de los poetas y cantar a Lou Reed en la cima de una montaña. Querían vitaminarse con los ojos de un amante en Cracovia y hacer el amor en Buenos Aires. Comer sushi en Tokio y sacar fotos en las llanuras de Nueva Zelanda. Él siemrpe decía: "Veremos mundo, ya lo verás". Y ella se lo creyó, aunque sólo algunas veces. Sabía que la vida era complicada, pero él la hacía más llevadera, más dócil y sencilla. En aquella época, sólo necesitaban el aire para ser felices. Y ahora... ahora sólo necesitaban sus recuerdos.

Aquel año se habían enamorado. Sí, como lo hacen los amantes. Pero eran otros los que ocupaban sus sueños. Ella, la otra, le había mostrado la vida desde otro ángulo. Le había enseñado que el mundo podía ser un lugar mejor y que él también podía ser mejor. Le susurró al oído, enrte sábanas y arena, que no se rindiera, que luchara por respirar, que pataleara y que se enamorara de cada piedra en el camino. Pero como toda buena historia de amor, tuvo un final trágico. Él, ingenuo, creyó haber metido la pata y lloraría su piel meses después en una ciudad encantada, entre boulangeries y papillons, rodeado de bellas mujeres con acento francés, que adoraría y acariciaría rogando por encontrar aquel lunar escondido en los recobecos de sus cuerpos.

Y ella... Ella amaba la vida por encima de todo. Pero había dejado un pequeño rincón para el hombre que quisiera hacerla feliz. Soñaba con él escapándose a su cama en su pequña habitación para amarla y ser parte de su vida y de sus sueños. Pero sabía que la vida era complicada, que los caminos estaban llenos de agujeros y que había que guardar cada momento bello e irrepetible (como la luz de Londres al atardecer o el sabor del mar en tu boca) en una instantánea y colgarla de la pared, justo enfrente de la cama, para verla cada día al amanecer y sonreir. Quería ser feliz. Pero sabía, certeramente, que la felicidad no tenía nombre de varón. La felicidad, le dijo a él aquel mes enloquecido, la felicidad pasa por nosotros mismos.

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