El día en que mi mundo cambió, A. estaba presente. Bueno, A., P. y las treinta y cuatro personas que conocimos por la calle. El día en el que mi mundo cambió y creció más de cuatro cervezas y dos chupitos de licor café, bailamos muiñeiras en las calles de Madriz y decidimos que reirnos era la mejor forma de vivir. Como un inevitable giro del destino, A., P. y yo volvimos a recorrer las calles y los besos que cuatro años atrás habíamos saboreado, descifrando los mundos que creíamos lejanos ya pero que nunca se habían ido de nuestro lado. Volvimos a pisar con la fuerza de los años vividos las calles que otrora nos habían regalado tantas noches de vino y rosas. Las calles de Lavapiés celebraron nuestra vuelta por todo lo alto. En Torrecilla del Leal esquina Santa Isabel bailamos como si el mañana no importara y los problemas no existieran. Entre jotas, muiñeiras y pasodobles la rutina desaparecía de nuestro cuerpo, evaporándose con cada salto. P. fumaba y entre el humo se atisbaban u...
Sí sí, querido. Finalmente y gracias a su intervención salí este domingo de cuasidiciembre en el que el frío es ya caluroso por su intesidad, de cañas, refrigerios y demás vinos. Me vestí y corrí al metro con un bolso grande grande y muchas cosas en él incluyendo música, libros y felicidad. La banda sonora-leída de esta mi historia del domingo que salí de casa para ser aún más feliz la componen a partes iguales pero inmiscibles Bob y Luis Alberto. Dylan con su disco número uno y de Cuenca con su palabrería pop. Pues resulta, querido, que fue fabuloso. Paseé cantando a voz en grito con guantes y músculos entumecidos, viendo frutos luminosos en los árboles ahora ya no otoñales sino navideños (pues resulta que dicen por ahí los entendidos de esto, que usted sabe, entendidos hay de todo, que no son cuatro, sino cinco las estaciones que ocupan el año, a saber, otoño, navidad, invierno, primavera y verano). Fueron oteados en el horizonte de la plaza de San Bernardo, frutos azules y luminisce...
Hyde Park siempre había sido unos de sus lugares favoritos. Sobre todo en los primeros días soleados del año, cuando los londinenses cogían sus bocadillos y sus cafés y se iban a tomar el poco sol que el clima de la isla les permitía. Cuando todavía era necesario esa chaqueta de punto sobre los hombros y quizá incluso una suave bufanda que la protegiera de las inclemencias nocturnas. Le gustaba acercarse al lago de las sillas a rayas, quitarse los zapatos y caminar por la hierba, escuchando entre los graznidos de las ocas el refrescante fru-fru de la hierba bajo sus dedos. Y él sabía todo eso. Así que decidió llevarla allí aquel maravilloso primer sábado de mayo. No es que fuera una cita, aunque él lo deseara con fervor. Trabajaban juntos desde hacía cinco años en una caótica oficina en la City. Allí la había conocido. Y no, no se había enamorado de ella la primera vez que la había visto. Todo eso había tardado un poco más. Había llegado más o menos dos años después cuando tuvieron que...
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