Cerrado por decreto ley

Lloró hasta el cielo de Madrid. Lo recuerdo bien. Fue por la época en la que teníamos veranos de 300 días e inviernos de una noche de calefacción y vino de mesa. Nadie supo cómo ocurrió exactamente, solo que ocurrió. Lloraron todos los árboles del Paseo de Recoletos, anticipándose al otoño que tanto amaban los extranjeros madrileños. Las hojas comenzaron a volverse menos verdes hasta que se tornaron casi amarillas. Y simplemente un buen día ya no hubo jardinero que las mantuviera pegadas a los árboles.

Lloraron los cafés de tarta con chocolate y aires parisinos de las calles de Lavapiés. Lloró (amargamente) el cine de películas japonesas al que me llevó como si fuera su enamorada. Lloró hasta Don Santiago, que no pudo más que morirse de pena por la ausencia que su trenza negra del norte dejó en la línea nueve de metro.

Fue por el tiempo en el que Concha se cambió de piso, lo recuerdo bien. Se pasó horas y horas llenando su vaso de vino esperando a que ella volviera. Miraba hacia el norte, esperando ver su flequillo y sus ojos inquietos moverse al son de la cerveza, pero nunca apareció. A Concha se le rompió el corazón.

Lloró el hombre que se enamoró de la luna. Lloraron Bukowski, García Montero y hasta Gabo. El cielo de Madrid empezó a entristecerse cada día más. Los gintonics ya no sabían igual y nadie supo el porqué. La gente empezó a investigarlo. Recuerdo que hubo un científico que publicó que el tamaño de las burbujas de la tónica ya no era el mismo. La gente enloqueció. Se echaron a las calles enarbolando banderas que pedían el regreso de la tónica de toda la vida. Tuvo que salir el primer ministro a apaciguarlos. El país no lo superó. El verano de 300 días acabó abruptamente. Un miércoles cualquiera nos levantamos y sin quererlo comenzó a soplar un extraño viento del norte. Olía a ella. Pero era tan insoportable olerla y no tenerla, que Madrid decidió rendirse y canceló el verano por decreto ley.

Concha siguió llenando vasos de vino por si ella decidía volver, para que supiera que no la habíamos olvidado. ¡Qué ingenuas! Aún no sabíamos que olvidarla sería imposible. Madrid nunca dejaría de llorar desde aquel verano de 3oo días.

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