Y cuando fui abandonada por los veraneantes de la casa, dispuestos a beberse Madrid, me paseé descalcita por la casa pensando en qué hacer. De repente sopló un aire fresco que se coló en la casa desde mi habitación hasta la cocina. Y claro, yo, norteña en un mundo de treinta-grados-centígrados, sentí aquel fresquito que me recorría los pies, los brazos y el cuello como un regalo que me hacía la ciudad por tanto calor acumulado. Cual perro labrador, seguí el rastro del aire hasta mi habitación y salí en medio de la noche al balcón, con los dedillos de los pies desnudos. Y, mmmm, soplaba el viento norteño y una estrella se mostraba tímida entre las luces urbanitas. Y entonces detuve el tiempo un instante para tomar una fotografía mental de aquel momento y así poder recordar el viento que se estaba llevando mi agonía. Y cuando me hube recompuesto de semejante placer, sonreí. Sonreí por lo bueno y por lo malo. Por Madrid y por este calor asfixiante. Porque aquí no hay playa ( ¿bueno y qué?...